El Silencio

Silence

Siguiendo con material de popomundo, aquí va una entrada que escribí para una de las semanas del I concurso bloguero:

De normal soy bastante callado, me gusta observar, escuchar a la gente, asentir interiormente cuando expresan algo con lo que estoy bastante de acuerdo. Me gusta pensar en lo que voy a decir, como si las palabras fueran un bien escaso, un recurso agotable que no podemos derrochar. 
Más bien es al contrario, las palabras fluyen y fluyen de boca de la gente, como un torrente desbocado, palabras atropelladas, conversaciones vanas que rellenan espacios vacíos en determinados momentos del día. O por fortuna, raras veces las palabras se concatenan de manera armoniosa para dar forma a hermosas frases o conversaciones plenas de sentido y profundidad. Pero ciertamente, momentos así son, por escasos, momentos mágicos de recuerdo imborrable. Aquellas frases lapidarias que siempre recordaremos forman parte de este universo conversacional. 
Aparte de todo esto amo el silencio. El silencio… ¡qué bien tan preciado, y qué tiempos estos en los que escucharlo sea tarea imposible! Es por ello que procuro no romperlo sin una buena excusa, y una buena excusa son unas cuantas cervezas. ¡Ah… que grandes momentos en los que saboreo el malteado aroma de una buena cerveza en grata compañía! ¡Qué grandes momentos en que la lengua se suelta y las palabras surgen como resortes, inundando el lugar de cosas que deberían guardarse en un cofre bajo siete llaves! 
En momentos así, más valiera estarme callado… 

El origen de Halloween

Fuente: Minipixel

Os presento otro relato de la serie Popomundo, para un especial de Halloween:

Esta es una historia ficticia, cualquier parecido con algún personaje de Popomundo es pura coincidencia.
Es la historia de un personaje llamado Hallybert O’ween, natural de Glasgow, y que tuvo la dudosa fortuna de ser el hombre más feo del mundo. 
Hallybert, más conocido como Hall, nació, como ya hemos dicho, a una edad muy temprana, en Glasgow. Era tan feo que al nacer el médico pensó que venía de culo. Le dijo a su madre que habían hecho todo lo posible para que no saliera. De hecho, su madre no sabía si quedarse con él o con la placenta, y en vez de darle pecho, le daba la espalda. Por eso cuando había que amamantarlo, le daba la leche con una pistola de agua, a 3 metros de distancia. De todos modos, el sentimiento de culpa fue tan grande por parte de la madre, que se entregó a la policía por haberlo parido. 
A pesar de todo, Hal siempre fue un niño muy adelantado: a los tres meses aprendió a caminar, porque nadie quería cogerlo en brazos. El caso es que el niño curiosamente creció fuerte y sano, tal vez por causa de los cacahuetes que a menudo le tiraban cuando lo paseaban en su cochecito. Con 10 añitos, el niño no es que fuera feo, es que los ojos sangraban al verle, había que atarle un trozo de carne al cuello para que el perro quisiese jugar con él. Cuando salía corriendo a la calle, la gente llamaba a los bomberos porque pensaban que salía corriendo de un incendio, con la cara quemada. Aún así, Hal era muy educado: cuando la gente lo miraba, él les daba las gracias.
Con la mayoría de edad, Hal pensó seriamente en encontrar un trabajo. Pero en el zoológico no quisieron contratarle, es más, tuvo que salir huyendo para no ser encerrado. Como policía no tuvo mucho éxito, los ladrones ya notaban su presencia al ver huir a la gente. Estuvo un tiempo trabajando como bombero, pero tampoco tuvo mucha suerte: la gente apagaba sus propios incendios con tal de que no fuera él.
Su nivel de pobreza era alarmante. Vivía del único momento del año en el que Hal era algo feliz, que era durante la fiesta de difuntos. Durante ese día iba de casa en casa con un saco dispuesto a llenar de caramelos… no hace falta decir que no sólo le daban caramelos, sino bicicletas, coches, y todo tipo de objetos con tal de hacerlo desaparecer del umbral… Así lograba vender las cosas en tiendas de segunda mano y subsistir otro año más. 
Pero fue durante uno de esos días de difuntos cuando Hal encontró la fortuna y el sentido de su vida. Iba de vuelta a casa y al pasar por una tienda le ocurrió algo increíble: el dueño le ofreció la posibilidad de donar su cara a la ciencia. A la ciencia de la juguetería. Con ayuda de trabajadores ciegos, consiguió que le hicieran un molde de su cara, y con ese molde se empezaron a comercializar unas máscaras que se pusieron de moda por todo el mundo y llegaron a ser el objeto más preciado por sus habitantes, ya que cada noche de difuntos usarla les volvía muy felices. 
Hal se convirtió en millonario gracias a los derechos de imagen que le proporcionaron fantásticas cantidades de dinero. Pero eso no pudo evitar que le sobreviniese la muerte una fría noche de difuntos. Algunos dicen que murió con una sonrisa en la cara, pero no son más que leyendas, nadie pudo haberle mirado directamente y vivir para contarlo. Fue enterrado cubierto de mortadela, para que los gusanos pudieran comérselo.
Y desde entonces, en homenaje a este pobre hombre, ese objeto tan preciado por todo el mundo fue al principio conocido como la Máscara de Hal O’ween y luego derivando en el nombre que todos conocemos…

Visité la Tierra de los Muertos

Muerte

He aquí uno de los relatos de la serie que escribí para el juego Popomundo, en el cual estuve durante algún tiempo enganchado y que relata de forma dramática la manera en conseguir uno de los logros del juego:

Allí estaba yo, sentado frente a un vaso de agua, en mi apartamento de terror, en el cual había disuelto concienzudamente unos extraños polvos que había conseguido de un doctor no menos extraño, de peculiar reputación. No es mi intención achacar nada en absoluto a este… doctor, pues fabricó la poción, a orden mía, y siguiendo meticulosamente una receta que conseguí de manera harto misteriosa, sin duda, pero esa es otra historia.
Y allí estaba yo… removiendo mecánicamente la mezcla rojiza, cuando un frío intenso recorrió mi cuerpo de punta a punta, produciéndome un escalofrío tan intenso, que creí percibir un whooof en la habitación contigua. Me levanté, y me dirigí parsimoniosamente hacia ella, con la insensatez que caracteriza el miedo, y así la manilla de la puerta entre mis fríos dedos, abriéndola lentamente. La luz se derramaba arrogante por el cuarto oscuro conforme abría la puerta, desvelando secretos que la ausencia de ella escondía.
Respiré aliviado al comprobar que nadie se escondía en la penumbra, pero quise asegurarme proporcionando más luz a mi habitación, donde tantas horas había pasado componiendo canciones para olvidar. Pulsé el interruptor de la luz… pero no se encendió. Sonreí nerviosamente. «No ocurre nada, – pensé – la bombilla se habrá aflojado…».
Caminé decidido hasta el centro de la estancia, y me situé bajo la lámpara. Alcé la mano temblorosamente hasta que mis dedos rozaron la suave y cristalina curvatura de la bombilla. La tome entre ellos y empecé a darle vueltas… y más vueltas, y la bombilla seguía enroscándose cada vez más y más… De manera insistente, y con una pizca de locura, seguí enroscándola inútilmente, mientras sentía cómo la bombilla me desafiaba desde la oscuridad. Era imposible, un juego sin fin, pero proseguí desesperado, mientras gotas de sudor colmaban ya mi frente, cuando de pronto… un destello inimaginable golpeó mis retinas con la fuerza de mil soles, inundando la habitación de un fulgor blanco inmaculado. Quise cerrar mis párpados pero descubrí que eran transparentes, me tapé los ojos con las manos pero descubrí que la luz no entraba por ellos, sino que parecía estar dentro de mi cerebro…
Caí al suelo de rodillas, agotado, con los ojos envueltos en lágrimas y entonces fue cuando distinguí unas hermosas y etéreas formas aladas, en la omnisciente claridad, que danzaban en torno a la bombilla, y descendían en círculo hasta rodearme. Pude distinguir unos bellos rostros que me miraban y sonreían, gentilmente. Entonces pude oír un cántico celestial, y una melodía como de ramas mecidas por el viento envolvía mis oídos, y me agrietaba el alma, filtrándose por cada una de sus rendijas, cual torrente de luz y sonido.
De pronto las fútiles formas se desvanecieron como volutas de humo, ante la aparición de un rostro que eclipsaba la luz. Era un rostro familiar, e indagué en lo más recóndito de mis recuerdos, hasta llegar al momento de mi nacimiento. Entonces la reconocí, aquel afable rostro que me sonreía, era el de mi madre.
 
«Erik..»
 
Su dulce llamada retumbó en mis oídos.
 
– Erik, tómate esto. Te sentará bien…
 
Abrí mis labios y un cálido brebaje que sólo la experiencia de una madre puede preparar llenó mi boca, se deslizó por mi garganta y apagó el infierno de mi estómago. Cerré los ojos y volví a abrirlos. Miré a mi madre y deslicé mi vista sobre el caldo salvador, luego más allá, alcancé a ver, en la otra habitación, una mesa. Mi mesa. Y a los pies de ella, podía ver un vaso roto en mil pedazos, analogía de mi alma, testigo silencioso y culpable de mi… viaje.
 
– Mamá… ¿qu… qué ha ocurrido?
– Nada, hijo. Visitaste otra tierra. Pero ya estás a salvo. Lo lograste…
 

El Cabrón y la Luna

Hoy, con motivo de la super luna, rescato, para la memoria de algunos, que ya lo conocían, y presento, para los nuevos, este poema que escribí para El Poney Pisador hace ya 8 años. Hay que ver cómo pasa el tiempo.

¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
¡Cómo iluminaste mi sendero!
pues nunca mi barca la Luna
desvió su paradero.
Hasta que un día cruzó
una fría noche de Enero
las hermosas Tierras de Bree.
Aquella noche dichosa
un aroma subió hasta mí
de una cerveza espumosa
y tan oscuro su color era
que dejando atrás la Luna ociosa
tuve que bajar a beber.
Así pues, desvié mi destino
y abandoné mi deber.
¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
perdona mi acontecer
por entrar al Poney Pisador.

La Dama Piadosa



Originalmente publicado en junio del año 2006 en el Foro de los Cuentos Hobbits de El Poney Pisador, me ha parecido oportuno rescatarlo del olvido, para quitar, dicho sea de paso, el polvo a este blog. Ahí va:


«Hallábase el caballero reflexivo, ofuscado en sus pensares, 
abatido por la eterna agonía del ser compungido, 
y masticando mentalmente el error cometido, 
entre doliente melancolía. 
El tormento de su menoscabo, ensombrecía su alma, 
y su mirada torva, se volvía esquiva frente a los parroquianos, que 
disimuladamente, lo observaban. 
De pronto, el desvencijado portón abrióse, 
y con él, un inesperado rayo de luz se abrió camino 
por entre las ensortijadas nubes de su mente. 
Bajo el resquicio, la inconfundible silueta de ella 
recortaba caprichosamente los haces de luna 
que resbalaban regaladamente por cada una de sus formas, 
arrancando preciosos brillos a la manera de diamantes entallados. 
El caballero púsose en pie tan sólo para caer arrodillado, 
con profunda reverencia, frente a la dama, mudo gesto, 
que ella comprendió, y el brillo de sus ojos, delator, 
atestiguaba su perdón. 
La dama adelantó su mano, cálida y tersa, 
y mesando su pelo hirsuto, se inclinó sobre él, 
y le besó la frente.
Cuando el condonado caballero, 
aliviada su alma levantó el rostro, 
de sus anegados ojos surgió un incombustible brillo. 

Y por fin el rayo de luz encontró su destino.»