
He aquí uno de los relatos de la serie que escribí para el juego Popomundo, en el cual estuve durante algún tiempo enganchado y que relata de forma dramática la manera en conseguir uno de los logros del juego:
Allí estaba yo, sentado frente a un vaso de agua, en mi apartamento de terror, en el cual había disuelto concienzudamente unos extraños polvos que había conseguido de un doctor no menos extraño, de peculiar reputación. No es mi intención achacar nada en absoluto a este… doctor, pues fabricó la poción, a orden mía, y siguiendo meticulosamente una receta que conseguí de manera harto misteriosa, sin duda, pero esa es otra historia.
Y allí estaba yo… removiendo mecánicamente la mezcla rojiza, cuando un frío intenso recorrió mi cuerpo de punta a punta, produciéndome un escalofrío tan intenso, que creí percibir un whooof en la habitación contigua. Me levanté, y me dirigí parsimoniosamente hacia ella, con la insensatez que caracteriza el miedo, y así la manilla de la puerta entre mis fríos dedos, abriéndola lentamente. La luz se derramaba arrogante por el cuarto oscuro conforme abría la puerta, desvelando secretos que la ausencia de ella escondía.
Respiré aliviado al comprobar que nadie se escondía en la penumbra, pero quise asegurarme proporcionando más luz a mi habitación, donde tantas horas había pasado componiendo canciones para olvidar. Pulsé el interruptor de la luz… pero no se encendió. Sonreí nerviosamente. «No ocurre nada, – pensé – la bombilla se habrá aflojado…».
Caminé decidido hasta el centro de la estancia, y me situé bajo la lámpara. Alcé la mano temblorosamente hasta que mis dedos rozaron la suave y cristalina curvatura de la bombilla. La tome entre ellos y empecé a darle vueltas… y más vueltas, y la bombilla seguía enroscándose cada vez más y más… De manera insistente, y con una pizca de locura, seguí enroscándola inútilmente, mientras sentía cómo la bombilla me desafiaba desde la oscuridad. Era imposible, un juego sin fin, pero proseguí desesperado, mientras gotas de sudor colmaban ya mi frente, cuando de pronto… un destello inimaginable golpeó mis retinas con la fuerza de mil soles, inundando la habitación de un fulgor blanco inmaculado. Quise cerrar mis párpados pero descubrí que eran transparentes, me tapé los ojos con las manos pero descubrí que la luz no entraba por ellos, sino que parecía estar dentro de mi cerebro…
Caí al suelo de rodillas, agotado, con los ojos envueltos en lágrimas y entonces fue cuando distinguí unas hermosas y etéreas formas aladas, en la omnisciente claridad, que danzaban en torno a la bombilla, y descendían en círculo hasta rodearme. Pude distinguir unos bellos rostros que me miraban y sonreían, gentilmente. Entonces pude oír un cántico celestial, y una melodía como de ramas mecidas por el viento envolvía mis oídos, y me agrietaba el alma, filtrándose por cada una de sus rendijas, cual torrente de luz y sonido.
De pronto las fútiles formas se desvanecieron como volutas de humo, ante la aparición de un rostro que eclipsaba la luz. Era un rostro familiar, e indagué en lo más recóndito de mis recuerdos, hasta llegar al momento de mi nacimiento. Entonces la reconocí, aquel afable rostro que me sonreía, era el de mi madre.
«Erik..»
Su dulce llamada retumbó en mis oídos.
– Erik, tómate esto. Te sentará bien…
Abrí mis labios y un cálido brebaje que sólo la experiencia de una madre puede preparar llenó mi boca, se deslizó por mi garganta y apagó el infierno de mi estómago. Cerré los ojos y volví a abrirlos. Miré a mi madre y deslicé mi vista sobre el caldo salvador, luego más allá, alcancé a ver, en la otra habitación, una mesa. Mi mesa. Y a los pies de ella, podía ver un vaso roto en mil pedazos, analogía de mi alma, testigo silencioso y culpable de mi… viaje.
– Mamá… ¿qu… qué ha ocurrido?
– Nada, hijo. Visitaste otra tierra. Pero ya estás a salvo. Lo lograste…