Misterio en la posada

Nob
Muchos de los que seguís este blog ya lo conocéis, es un relato que escribí hace muchas primaveras para El Poney Pisador, pero lo dejo aquí, para deleite de quienes no lo han leído todavía, disfrutadlo.

 

Un nuevo día comenzaba en Bree. El sol se levantaba suavemente sobre el horizonte, y en los tejados de las casas de la ciudad resplandecían con gran fulgor las gotas de rocío, causando con ello la sensación de que por la noche, el cielo estrellado había caído sobre Bree.
 
Algunos gallos empezaron a cantar a medida que la franja de luz descendía desde los tejados hasta el suelo. En algunas casas ya se empezaban a oír los ruidos mañaneros de siempre, pero en la Posada de El Poney Pisador, sonó un grito nada cotidiano, que alertó sobremanera a las casas circundantes.
 
Mantecona ya llevaba media hora levantado, realizando su aseo diario, cuando oyó el grito. Dejó sus quehaceres y salió corriendo al pasillo, se dirigió hacia el Salón Común, de donde creía haber oído el chillido. En su turbación, no vio a Nob, que venía de allí y se produjo el inevitable choque en medio del pasillo. Algunos huéspedes se asomaron sobresaltados al pasillo, y vieron con regocijo un revoltijo de piernas y brazos en medio de él. Tras ponerse en pie y mirar de soslayo a Nob, mientras se atusaba la ropa, Mantecona le preguntó:
 
– Muy bien, Nob, ¿qué jaleo es éste? ¿qué ha sido ese grito?
Nob respiró atropelladamente, y tomando aire, contestó:
– ¡Señor! ¡Hay un cadáver en el Salón Común!
 
Todos miraron a Nob desconcertados, y luego sus ojos se dirigieron a Mantecona, que avanzó hacia el Salón, haciendo a un lado a Nob. Cuando el orondo propietario de la Posada llegó al Salón, vio horrorizado que el hobbit no mentía, sobre una de las sillas, yacía, con el cuerpo caído sobre la mesa, un cuerpo, sujetando todavía una humeante pipa, con una daga clavada en la espalda.
 
Salió inmediatamente  y ordenó a Nob cerrar el Salón e impedir el acceso a él. Seguidamente se dirigió prestamente a una habitación situada en el piso más alto. Al final de la escalera, sólo existía un cuarto, al final de un largo pasillo. Allí, tras una puerta grande y pesada de madera noble, profusamente tallada, se hospedaba, o más bien habitaba, el Señor Akerbeltz. Sobre Akerbeltz muchas cosas se han hablado, pero no son más que habladurías que se han dicho y que son ciertas. De eso, ya seguiremos hablando en otro momento. Lo importante ahora es que el Maia cornamentado yacía acostado sobre su camastro, y parecía esperar la inminente llegada del posadero, y preguntó cuando éste abrió la puerta:
 
– Buenos días, amigo Cebadilla, parece que hay tumulto ahí abajo…sin duda algo grave ocurre, ya que venís en mi busca…
– En efecto, señor… debéis acudir presto al Salón Común, un hecho espantoso ha ocurrido durante la noche, me temo que una sombra se hospeda con nosotros. 
– ¿De qué se trata, Cebadilla? ¿Alguien acabó con tus reservas de cerveza?
– Eh… no, señor, es mucho peor… ¡Alguien ha sido asesinado en la Posada! ¿comprende la importancia de todo esto? ¡La Posada será clausurada! ¡Corra, venga!
 
Una vez en el Salón Común, Nob permanecía junto a la puerta impidiendo el paso, mientras Mantecona observaba cómo Akerbeltz se acercaba despacio al cadáver, que yacía sobre la mesa, con una mano agarrada a una pluma y la otra a una corta pipa de fresno. Sobre su espalda, en una posición un tanto forzada, sobresalía una hermosa daga clavada justo sobre el omoplato izquierdo. 
 
– ¡Anda! Por fin aparece la daga que todo el mundo andaba buscando ayer por la tarde… – exclamó Mantecona al examinarla más de cerca – Mandaré detener a su propietario, no hay duda de que la encontró y mató a este huésped.
– ¿Esta daga? ¿desaparecida? ¿qué historia es esa?
– Verá, mi señor…Vos conocéis los torneos de lanzamiento de dagas que aquí se hacen, que no son del todo de mi aprobación, si vos me entendéis, pues a veces temo por la integridad de los clientes, y la puntería después de varias cervezas tiende a escasear entre la concurrencia, pero es tal la cantidad de apuestas que se hacen, que es difícil prohibir estos juegos, así que para evitar problemas puse una serie de paneles para que pudiesen jugar en la parte del fondo, a fin de evitar riesgos innecesarios… 
– Lo sé, pero… ¿qué ocurrió con esta daga que yace hundida sobre este desconocido viajero?
– Verá, señor… ayer por la tarde se organizó un torneo, y todo parecía transcurrir a las mil maravillas, cuando de pronto se armó un alboroto y cuando me acerqué a ver, discutían sobre la desaparición de una daga. Según parece, el participante lanzó su turno y la daga desapareció, ahora lo veo claro todo, encontró el medio de hacer creer delante de todo el mundo que su daga había sido robada… Según la descripción que me dio, no puede ser otra que la que ahora luce sobre la espalda del muerto.
– Mmm, curioso, y… ¿puedo saber cómo se llamaba este viajero?
– Sólo sé que se llama Ward, y que procede de Rhovanion, parecía un comerciante camino del Oeste. 
– ¿Y quién fue el último que lo vio con vida? – preguntó el cornamentado.
– Cerré la puerta de la posada pocos minutos después de la medianoche, como siempre, y tan sólo quedaron dentro del Salón Común unos pocos huéspedes. Cuando me fui a la cama dejé a Nob al cargo de la barra. ¡Nob! ¡cierra la puerta y acércate!.
 
Nob echo el pestillo a la puerta y se acercó religiosamente a Mantecona y a Akerbeltz, que lo miraba pensativo.
 
– Dime, Nob… – inquirió el Maia. – ¿qué ocurrió cuando Cebadilla te dejó al cargo de esto? 
– Verá, mi señor, cuando mi jefe aquí presente marchó a su habitación, en el Salón Común sólo quedaban dos personas. El muerto, que estaba sentado junto a la chimenea, y otro huésped, de rostro cetrino, sentado justo enfrente de donde está el muerto. Les pregunté si querían alguna cosa más, ya que en breve me iba a ir a dormir; el de rostro cetrino me contestó si tenía algún juego de mesa, y el que aquí yace me contestó que le sirviera una última pinta y… – Nob tragó saliva y mirando al cadáver, añadió – … y a decir verdad, parece que fue su última pinta.
– Estás seguro de que no había nadie más en el Salón, ¿verdad?
– Muy seguro, señor, siempre miro por todo el Salón Común, para recoger jarras vacías, o bien para asegurarme que la chimenea esté al mínimo, para evitar males mayores.
– ¿Y qué ocurrió luego?
– Serví la pinta y le di al otro un juego de mesa traído de más allá de las Tierras de Rhûn, llamado ajedrez. Estuvieron jugando un rato y cuando terminaron me marché a dormir. El hombre de rostro cetrino me imitó.
– Bien, muchas gracias Nob. – contestó Akerbeltz – Nada más.
– Señor Akerbeltz, cuando usted me diga mandaré a Nob en busca de la Guardia para que vengan a apresar al dueño de la daga, se hospeda en la habitación número 23.
 
Sin hacer caso a Mantecona, el Maia se acercó a la diana que había al fondo, y la examinó de cerca. Luego miró los paneles y observó el Salón Común en silencio. Al poco, se acercó de nuevo al muerto y extrajo la daga con sumo cuidado, la sopesó y la envolvió cuidadosamente en un pañuelo.
 
– Acércame esa silla alta, Cebadilla. Y colócala encima de la mesa, cerca del cuerpo.
 
El posadero realizó la tarea y sujetó la silla, mientras Akerbeltz se subía a la mesa y luego a la silla, con la daga aún envuelta en el pañuelo. Desde abajo, Cebadilla no veía muy bien lo que hacía el Maia, le pareció que miraba el techo con profundo interés. Al poco, el Maia bajó al suelo de un salto. Y se acercó a Mantecona sonriente. 
 
– Bueno, creo que debería dejar dormir un poco más al cliente de la número 23.
– ¿Lo dice de veras? ¿Por qué?
– Porque él no mató a nadie. A no ser que las dagas tengan vida propia. Te contaré lo que ocurrió. Durante el torneo de dagas, uno de los participantes lanzó la suya, con tan mala fortuna que dio en el borde metálico de la diana, aún se puede ver la muesca si se fija con atención. La daga salió disparada por encima de los paneles, clavándose en una viga del techo. Por supuesto, nadie que estuviese dentro de los paneles, pudo ver dónde cayó la daga, nadie miró hacia el techo. El dueño pensó que se la habían robado y se formó el tumulto. Más tarde, de noche, el desgraciado que tenemos aquí, fue a sentarse justo bajo la daga clavada en la viga. Se quedó dormido encima de sus papeles, para no volver a despertar, puesto que el peso de la daga hizo que se desprendiera, horas más tarde, cayendo verticalmente de punta, como corresponde a una buena daga equilibrada para ser lanzada, clavándose en medio de la espalda del dormido y causándole la muerte casi instantánea.
– ¡Válgame el cielo! De ahora en adelante no dejaré entrar más dagas en la Posada, y diré a Nob que mire también el techo… ¡y yo pensando que teníamos a un asesino entre nosotros!
– No tan deprisa… dije que el huésped de la número 23 no había sido el asesino, a menos que las dagas tengan vida propia y puedan dirigirse a voluntad, pero quien sí tenía vida propia, y vio dónde había ido a parar la daga era el hombre de rostro cetrino, él advirtió que la daga caería en cualquier momento, y espero pacientemente, invitando al viajante a jugar una partida de ajedrez a altas horas de la noche, bajo una guillotina…
 

La maldición de la pequeña Ileanor

Érase una vez una hermosa niña llamada Ileanor. Era una niña aparentemente normal, que jugaba con sus amigas al salir del colegio, corría por el campo persiguiendo duendes… bueno, si es que esto se puede considerar algo normal. Al fin y al cabo, era una niña que gustaba de leer muchos libros y su imaginación era desbordante. Hasta aquí todo era más o menos corriente en una niña de siete años, pero…
Cuando llegaba la noche, Ileanor sufría un mal que la atormentaba a ella y a su familia desde la hora en que nació. Cuando los últimos rayos de sol se ocultaban en el horizonte, la pequeña Ileanor comenzaba a llorar y a llorar y nada ni nadie podía pararla, salvo las primeras luces del alba asomando por la ventana. Cuando esto ocurría, Ileanor dejaba de llorar y volvía a ser la niña feliz que correteaba por todas partes.
Esto, como podéis suponer, causaba a sus padres un gran trastorno, ya que debían estar atentos toda la noche para que a la pequeña no le faltase agua para beber, pues de lo contrario, podría arrugarse hasta quedar como una uva pasa. Además, por culpa de los llantos a horas tan intempestivas, hubieron de mudarse a una casa a las afueras del pueblo, con el fin de no molestar a sus vecinos.
Las gentes del lugar comentaban este hecho y resolvían que la pequeña estaba hechizada de algún modo u otro, ya que aquellos parajes eran un sumidero de leyendas e historias fantásticas y quien menos, no dudaba en portar encima uno o dos amuletos contra esto o aquello. Tal era el ambiente supersticioso que rodeaba a la niña. Pero sus padres, contrarios a estas creencias, negaban achacar este mal a ese tipo de supercherías o algún mal de ojo. Confiaban en la labor de los médicos, a pesar de haber llamado a la mitad de los que habitaban la región, con la esperanza de que pudiesen averiguar, y solucionar, el grave problema que afectaba a la niña. Sin embargo, sus padres estaban agotando ya sus escasos recursos en busca de ayuda médica y veían con desolación que no iban a poder hacer frente a los gastos derivados de ella, por lo que la esperanza se les iba difuminando de su rostro día a día, o mejor dicho, noche a noche…
Pero aunque ellos no lo sabían, estaban a punto de tener la fortuna de su parte, ya que entre los médicos de la región se había corrido la voz sobre la extraña enfermedad de Ileanor, que ninguno de ellos había sido capaz de diagnosticar o curar, y esta voz, como si de un pájaro de largas plumas se tratase, había llegado a oídos de un médico muy famoso en la Ciudad. Este médico, era especialmente meticuloso en su trabajo, y aunque sus honorarios eran muy, muy altos, la sola idea de descubrir una enfermedad que nadie conocía ni era capaz de curar hasta ese momento le atraía más que a nada en el mundo. Así que cogió sus bártulos, unos cuantos ayudantes, y tomó rumbo a la aldea de Ileanor.
La llegada del médico causó una gran conmoción y un gran alboroto en el pueblo, ya que el extraño caso de Ileanor había llegado a oídos curiosos de todas partes y algunas multitudes se habían desplazado hasta el lugar para ser testigos de primera mano de lo que allí iba a suceder. Así pues, a la comitiva de ayudantes que acompañaban al famoso médico, había que sumar una larga ristra de personajes de todo tipo, cotillas, curiosos, sabihondos, charlatanes y demás, que despertaban la curiosidad de los aldeanos.
El doctor fue recibido en casa de Ileanor con gran cordialidad, con la esperanza de que por fin él fuese la solución a sus problemas. Se instaló en la habitación de invitados y empezó a desplegar su arsenal médico mientras la familia de Ileanor a duras penas podía contener la marabunta de gente que se agolpaba a la puerta de la casa.
El doctor examinó a la niña durante horas, realizó todo tipo de pruebas, experimentos y análisis, y llegó por fin a la conclusión de que la niña era completamente normal.
Pero llegó la noche, y los ojos de Ileanor comenzaron a derramar un torrente de lágrimas que no había forma de parar. El doctor contemplaba a la niña ensimismado en sus pensamientos, tratando de averiguar el origen de aquel misterio. Siguió realizando pruebas durante toda la noche, hasta que al amanecer, cuando la pequeña Ileanor dejó de llorar nada más salir el sol, el doctor se sentó, extenuado, sobre una silla, y cuando parecía que él también arrancaría a llorar, se levantó precipitadamente, recogió sus instrumentos y salió airadamente de la casa, rumbo a la ciudad.
Nunca más volvió a saberse algo sobre él en aquella aldea.
Así las cosas, la vida continuó como de costumbre en la aldea, la gente había terminado por marcharse en busca de otras cosas más interesantes, y la paz, había vuelto al lugar, quebrada tan sólo, por aquel lúgubre llanto de madrugada.
En una de aquellas noches, apareció caminando por el sendero que llegaba al pueblo, una figura recortada por la luz de la luna, una extraña figura que nadie percibió, ya que a esas horas las calles se encontraban desiertas. Tan sólo los gatos fueron testigos de la llegada de ese misterioso personaje, que parecía dirigir sus pasos hacia un fin concreto.
Al pasar por delante de la casa de Ileanor, cualquier viajero nocturno que pasase por allí no podía dejar de escuchar los sollozos de la niña, aunque no era muy probable que alguien atravesase el poblado durante la noche. Aquel personaje no fue la excepción, y al pasar por delante de su ventana, se quedó allí inmóvil durante unos minutos, escuchando. Pasado un rato, aquella figura tomó un desvío en el camino que conducía a un establo abandonado, y allí se acomodó para pasar la noche.
Al amanecer, cuando Ileanor abrió la ventana de su habitación para que entrase la luz del nuevo día, vio con sorpresa que nuestro misterioso viajero estaba sentado delante de su casa, fumando en una larga pipa de madera.
La niña lo contempló curiosa, divertida; sus ojos todavía estaban húmedos tras la noche pasada pero en ellos ya empezaba a surgir ese brillo que la caracterizaba y la convertía en la niña feliz bajo la luz del sol. Apoyó los codos sobre la repisa de la ventana y miró fijamente al extraño ser, que cubría su rostro con una capucha, cosida a un manto de color verde oscuro que le colgaría hasta los pies, de haber estado de pie. Precisamente fueron éstos los que llamaron la atención de la niña, pues no eran pies, eran pezuñas.
El viajero alzó la mirada al notar que los ojos de Ileanor le escudriñaban desde la ventana. Al hacer esto, la capucha descubrió parte de su rostro, dejando que asomara parte de un hocico de pelaje gris plateado, al final del cual colgaba un mechón de pelo de su barbilla. Sus penetrantes ojos verdes contemplaron a Ileanor y una sonrisa se dibujo en su extraño hocico.
– ¡Hola! –dijo Ileanor.
– Buenos días, pequeña. –contestó él.
– ¿Cómo te llamas?
– He tenido muchos nombres. Pero puedes llamarme Aker. ¿Y tú?
– Yo me llamo Ileanor. ¿Eres un duende? –preguntó súbitamente.
– No… jajaja. ¿Qué te hace pensar eso, pequeña? ¿Acaso has visto alguna vez un duende?
– Pues no, pero…
– Entonces no lo has visto todo. ¿Te gustaría ver un duende?
– ¡Claro!
– Pues es bien sencillo, sólo hay que salir de noche y esperar bien escondido, porque de noche es cuando los duendes salen de sus escondites.
Ileanor enmudeció y su rostro se ensombreció.
– Yo… nunca podré ver uno – dijo
– ¿Por qué?
– Porque tengo miedo a la noche.
– ¿Cómo es eso?
– No lo puedo evitar. Siento una tremenda pena cuando el sol desaparece. Y lloro. Por eso nunca podré ver un duende, ¡ni siquiera puedo ver las estrellas!
– Curioso…
– ¿Curioso? ¿Por qué?
– Porque tu gente nació bajo ellas.
– ¿Mi gente? ¿Qué sabes de mi gente?
– Muchas cosas. Pero ahora no vienen a cuento.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato. El viajero contempló el cielo y entornó los ojos, como tratando de divisar algo en la distancia. Luego habló:
– No deberías temer a la noche. Al fin y al cabo las estrellas son como pequeños soles en el oscuro firmamento. Y luego está la Luna… supongo que tampoco podrás verla.
– No…
– Eso sí que es para echarse a llorar. Hay tantas cosas en la noche que no puedes ver, tanta belleza… que sería para echarse a llorar no sólo durante la noche sino durante toda la vida.
– ¿De veras?
– Podría contarte muchas cosas sobre la noche, sobre la Luna y las estrellas, pero si no quieres verlas, las palabras no bastarán para describir tanta belleza. ¿Crees que merece la pena perderse todo eso porque el sol haya desaparecido?
– Supongo que no… pero temo cada noche que el sol no vuelva a salir al día siguiente, y eso me llena el alma de terror. No puedo evitarlo, ese pensamiento me llena de tristeza.
– Hay un antídoto para eso. Se llama esperanza.
 – ¿Esperanza?
– Sí. Esperanza de un nuevo día. Sí hay algo seguro en este mundo es que al día siguiente siempre sale el sol. Y si un día no saliera, todo ya daría igual. Ya no estaríamos aquí. Por eso no merece la pena malgastar el tiempo que nos han dado.
– Supongo que tienes razón. Pero… me da tanto miedo que no haya un mañana, que nunca más vuelva a jugar bajo la luz del sol..
– Te da tanto miedo que nunca haya un mañana, que nunca disfrutarás del presente. No comprendes, pequeña, que si no vives intensamente el presente, ¿De qué sirve que haya un mañana? ¿Qué sentido tiene la vida de esta manera? Disfrutas de la belleza del día, bajo el sol radiante, pero debes aprender a disfrutar de la belleza de la noche, porque sin noche, no existiría el día. Debe existir uno para que el otro exista. Y te aseguro, pequeña, que nunca verás cuanta belleza se esconde tras tus lágrimas hasta que dejes fuera toda esa pena que invade tu alma, y conserves un poquito de esa esperanza en algún lugar de tu corazón.
Ileanor se quedó sumida en sus pensamientos, meditando las palabras del extraño viajero, cuando de pronto, notó que la luz menguaba. Aker se puso en pie, y pronunció solemnemente:
– Ha llegado el momento, Ileanor, contempla ahora la noche en el día.
La niña miró a su alrededor y comprobó que, efectivamente, todo empezaba a oscurecerse. El sol estaba siendo engullido por una sombra y la noche estaba cayendo a pocas horas del amanecer.
– ¿Qué… está pasando?
– No temas Ileanor, sólo durará unos minutos. Solo ahora podrás contemplar un espectáculo grandioso, la noche en el día. La Luna ocultará al sol para dejarte ver las estrellas durante unos momentos, juzga tu misma si es algo digno de verse cada noche o por el contrario te lo vas a seguir perdiendo.
Y así ocurrió el milagro, y la oscuridad reinó durante unos minutos en los cuales Ileanor pudo contemplar por fin las estrellas, y cuando todo terminó, unas lágrimas brotaron de sus ojos, cosa que nunca antes había sucedido durante el día, y eran unas lágrimas de alegría. Por fin contempló la belleza de las estrellas, y a partir de ese momento, nunca más volvió a llorar por la noche, nunca más tuvo temor de que no llegase un mañana, porque había aprendido a tener esperanza, a vivir el presente intensamente y a disfrutar de la belleza de todo momento, porque todo momento tiene su belleza.
Y cada vez que Ileanor recordaba el día en que la noche cayó, no dejaba de preguntarse qué había sido de aquel extraño ser que había llegado a su vida y cuyas palabras la reconfortaron tanto. Había desaparecido mientras ella contemplaba las estrellas y nunca había dejado de preguntarse si quizá algún día volvería a verlo.
Quizá algún día…

Puedo hacer todo eso

Puedo tocar mis canciones sin parar hasta que salga el sol del nuevo día. Puedo entrar por una misteriosa puerta secreta que me lleve hasta el didgeridoo y más allá. Puedo acabar yo sólo con una epidemia de tifus sin despeinarme las greñas. Puedo capturar koalas, canguros y zarigüeyas y tener por furgoneta el arca de Noé. Puedo lanzar una llamarada sobre el escenario que haría palidecer el maquillaje negro de Gene Simmons. 
Puedo hacer todo eso y no pasa nada.
Pero si tú no estás ahí, nena, si tu no estás conmigo en esos momentos… ¿de qué me sirve tocar mis canciones para nadie si las he compuesto para ti? ¿De qué me sirve traspasar fronteras infinitas, en busca de un mágico objeto, si la única magia que deseo está en tus ojos? ¿De qué me sirve curar a la gente si yo caigo enfermo cuando tú no estás a mi lado? ¿De qué me sirve construir un arca si tú no vas a estar en ella? Y para terminar, ¿cómo podré escupir fuego si el fuego que llevo dentro se enciende porque tú estás a mi lado, nena?
Puedo hacer todo eso contigo, y entonces si que pasa algo, pasa TODO. 

Ahora ya es tarde

Hay veces en que las apariencias engañan… Tus sentidos cayeron presos en la tela de araña. Engañan porque quisiste ser engañada, deseaste ser engañada, para que tu mundo no se desmoronase, creer que lo que veías era cierto, que tenías razón y que los demás se equivocaban.
Te dejaste llevar por la corriente del engaño, era mejor la autocomplacencia que caer en desgracia frente a la mirada de los demás, el temor al qué dirán, mostrar tu fragilidad al mundo, sentirte inferior por no haber sabido actuar.
Te dejaste engañar por tus miedos, por el miedo a ser culpable, a creer que todo hubiera sido diferente si hubieses hecho lo correcto. A creer que todo lo que ocurrió hubiese sido diferente si…
Pero no.
Ahora que veo tu última mirada perdida, sobre un charco de sangre, pienso que es una mirada ensayada, año tras año, una mirada al vacío para no ver el problema, una mirada al infinito para no ver al monstruo que tuviste delante…
… yo te tendí una mano, pero mirabas al infinito. Ahora ya es tarde.

Ratones en la luna

Ratón lunar
Cuando el hombre empezó a colonizar la luna, se dio cuenta de que ya existían habitantes. Se trataba de ratones, y ninguno de entre los científicos de esa época, podía dar una explicación certera. Era evidente que los ratones procedían de las primeras misiones tripuladas a la luna, pero no había manera de explicar cómo podían haber sobrevivido a las rigurosas condiciones ambientales del satélite de la Tierra. En un primer momento se especuló con que la cantidad de oxigeno en el subsuelo podría haber sido suficiente para estos resistentes roedores, y ratones polizones podrían haber desembarcado de alguna manera y colonizado a expensas del Hombre, ese cuerpo estelar. Esa fue la teoría mas aplaudida hasta el año 2071, fecha en la que se pisó Marte por primera vez, y se descubrieron ratones viviendo en él.
 
Ahora, a finales del siglo XXI, la principal pregunta de la comunidad científica ya no es si existe vida extraterrestre, la principal pregunta es de cómo serán los ratones de Júpiter; o los de Saturno, y el resto de planetas exteriores del sistema solar. De hecho, hoy en día, cualquiera puede conseguir un ratón extraterrestre a buen precio, incluso los selenitas están de oferta, pero se tiene conocimiento de que algunos millonarios pagan cantidades astronómicas (nunca mejor dicho) por ratones procedentes de los planetas exteriores.
 
Quizá se pregunten cómo se distingue un ratón selenita de uno marciano. Pues bien, los ratones de la luna poseen unas orejas bastante grandes, y un rabo largo y fino, cubierto de finos pelos, y sus patas acaban en largos dedos de uñas grandes y afiladas. De este modo consiguen salvar grandes distancias dando saltitos y agarrándose a las rocas. Son de movimientos lentos y gráciles. En cambio, los ratones de Marte, son más peludos y tienen la cabeza más grande que el cuerpo, además, poseen potentes patas traseras. Tienen el tamaño de un conejo, y su color rojizo apenas los hace visibles sobre la superficie del planeta rojo. En esto difieren bastante de los ratones selenitas, que son blancos y apenas poseen pelo, más bien parecen pequeños chihuahuas depilados y escalfados. Pero nadie, por el momento, ha visto un ratón joviano. Es más, incluso en algunos países, se llegan a hacer apuestas sobre su aspecto, mientras unos opinan que debe tener un tamaño considerable, como un elefante, otros piensan que será microscópico.
 
Se han organizado misiones no tripuladas, al margen de las oficiales, para tratar de localizar a uno de estos animalillos, sin éxito por el momento. Lo curioso del caso, es que nadie da importancia a los logros científicos, como avances en ingeniería aero-espacial, o pisar nuevas regiones desconocidas, pero una cosa es segura: en el momento en que se descubra una nueva especie de ratón extraterrestre, eso será noticia de primera plana, os lo aseguro.