Érase una vez una hermosa niña llamada Ileanor. Era una niña aparentemente normal, que jugaba con sus amigas al salir del colegio, corría por el campo persiguiendo duendes… bueno, si es que esto se puede considerar algo normal. Al fin y al cabo, era una niña que gustaba de leer muchos libros y su imaginación era desbordante. Hasta aquí todo era más o menos corriente en una niña de siete años, pero…
Cuando llegaba la noche, Ileanor sufría un mal que la atormentaba a ella y a su familia desde la hora en que nació. Cuando los últimos rayos de sol se ocultaban en el horizonte, la pequeña Ileanor comenzaba a llorar y a llorar y nada ni nadie podía pararla, salvo las primeras luces del alba asomando por la ventana. Cuando esto ocurría, Ileanor dejaba de llorar y volvía a ser la niña feliz que correteaba por todas partes.
Esto, como podéis suponer, causaba a sus padres un gran trastorno, ya que debían estar atentos toda la noche para que a la pequeña no le faltase agua para beber, pues de lo contrario, podría arrugarse hasta quedar como una uva pasa. Además, por culpa de los llantos a horas tan intempestivas, hubieron de mudarse a una casa a las afueras del pueblo, con el fin de no molestar a sus vecinos.
Las gentes del lugar comentaban este hecho y resolvían que la pequeña estaba hechizada de algún modo u otro, ya que aquellos parajes eran un sumidero de leyendas e historias fantásticas y quien menos, no dudaba en portar encima uno o dos amuletos contra esto o aquello. Tal era el ambiente supersticioso que rodeaba a la niña. Pero sus padres, contrarios a estas creencias, negaban achacar este mal a ese tipo de supercherías o algún mal de ojo. Confiaban en la labor de los médicos, a pesar de haber llamado a la mitad de los que habitaban la región, con la esperanza de que pudiesen averiguar, y solucionar, el grave problema que afectaba a la niña. Sin embargo, sus padres estaban agotando ya sus escasos recursos en busca de ayuda médica y veían con desolación que no iban a poder hacer frente a los gastos derivados de ella, por lo que la esperanza se les iba difuminando de su rostro día a día, o mejor dicho, noche a noche…
Pero aunque ellos no lo sabían, estaban a punto de tener la fortuna de su parte, ya que entre los médicos de la región se había corrido la voz sobre la extraña enfermedad de Ileanor, que ninguno de ellos había sido capaz de diagnosticar o curar, y esta voz, como si de un pájaro de largas plumas se tratase, había llegado a oídos de un médico muy famoso en la Ciudad. Este médico, era especialmente meticuloso en su trabajo, y aunque sus honorarios eran muy, muy altos, la sola idea de descubrir una enfermedad que nadie conocía ni era capaz de curar hasta ese momento le atraía más que a nada en el mundo. Así que cogió sus bártulos, unos cuantos ayudantes, y tomó rumbo a la aldea de Ileanor.
La llegada del médico causó una gran conmoción y un gran alboroto en el pueblo, ya que el extraño caso de Ileanor había llegado a oídos curiosos de todas partes y algunas multitudes se habían desplazado hasta el lugar para ser testigos de primera mano de lo que allí iba a suceder. Así pues, a la comitiva de ayudantes que acompañaban al famoso médico, había que sumar una larga ristra de personajes de todo tipo, cotillas, curiosos, sabihondos, charlatanes y demás, que despertaban la curiosidad de los aldeanos.
El doctor fue recibido en casa de Ileanor con gran cordialidad, con la esperanza de que por fin él fuese la solución a sus problemas. Se instaló en la habitación de invitados y empezó a desplegar su arsenal médico mientras la familia de Ileanor a duras penas podía contener la marabunta de gente que se agolpaba a la puerta de la casa.
El doctor examinó a la niña durante horas, realizó todo tipo de pruebas, experimentos y análisis, y llegó por fin a la conclusión de que la niña era completamente normal.
Pero llegó la noche, y los ojos de Ileanor comenzaron a derramar un torrente de lágrimas que no había forma de parar. El doctor contemplaba a la niña ensimismado en sus pensamientos, tratando de averiguar el origen de aquel misterio. Siguió realizando pruebas durante toda la noche, hasta que al amanecer, cuando la pequeña Ileanor dejó de llorar nada más salir el sol, el doctor se sentó, extenuado, sobre una silla, y cuando parecía que él también arrancaría a llorar, se levantó precipitadamente, recogió sus instrumentos y salió airadamente de la casa, rumbo a la ciudad.
Nunca más volvió a saberse algo sobre él en aquella aldea.
Así las cosas, la vida continuó como de costumbre en la aldea, la gente había terminado por marcharse en busca de otras cosas más interesantes, y la paz, había vuelto al lugar, quebrada tan sólo, por aquel lúgubre llanto de madrugada.
En una de aquellas noches, apareció caminando por el sendero que llegaba al pueblo, una figura recortada por la luz de la luna, una extraña figura que nadie percibió, ya que a esas horas las calles se encontraban desiertas. Tan sólo los gatos fueron testigos de la llegada de ese misterioso personaje, que parecía dirigir sus pasos hacia un fin concreto.
Al pasar por delante de la casa de Ileanor, cualquier viajero nocturno que pasase por allí no podía dejar de escuchar los sollozos de la niña, aunque no era muy probable que alguien atravesase el poblado durante la noche. Aquel personaje no fue la excepción, y al pasar por delante de su ventana, se quedó allí inmóvil durante unos minutos, escuchando. Pasado un rato, aquella figura tomó un desvío en el camino que conducía a un establo abandonado, y allí se acomodó para pasar la noche.
Al amanecer, cuando Ileanor abrió la ventana de su habitación para que entrase la luz del nuevo día, vio con sorpresa que nuestro misterioso viajero estaba sentado delante de su casa, fumando en una larga pipa de madera.
La niña lo contempló curiosa, divertida; sus ojos todavía estaban húmedos tras la noche pasada pero en ellos ya empezaba a surgir ese brillo que la caracterizaba y la convertía en la niña feliz bajo la luz del sol. Apoyó los codos sobre la repisa de la ventana y miró fijamente al extraño ser, que cubría su rostro con una capucha, cosida a un manto de color verde oscuro que le colgaría hasta los pies, de haber estado de pie. Precisamente fueron éstos los que llamaron la atención de la niña, pues no eran pies, eran pezuñas.
El viajero alzó la mirada al notar que los ojos de Ileanor le escudriñaban desde la ventana. Al hacer esto, la capucha descubrió parte de su rostro, dejando que asomara parte de un hocico de pelaje gris plateado, al final del cual colgaba un mechón de pelo de su barbilla. Sus penetrantes ojos verdes contemplaron a Ileanor y una sonrisa se dibujo en su extraño hocico.
– ¡Hola! –dijo Ileanor.
– Buenos días, pequeña. –contestó él.
– ¿Cómo te llamas?
– He tenido muchos nombres. Pero puedes llamarme Aker. ¿Y tú?
– Yo me llamo Ileanor. ¿Eres un duende? –preguntó súbitamente.
– No… jajaja. ¿Qué te hace pensar eso, pequeña? ¿Acaso has visto alguna vez un duende?
– Pues no, pero…
– Entonces no lo has visto todo. ¿Te gustaría ver un duende?
– ¡Claro!
– Pues es bien sencillo, sólo hay que salir de noche y esperar bien escondido, porque de noche es cuando los duendes salen de sus escondites.
Ileanor enmudeció y su rostro se ensombreció.
– Yo… nunca podré ver uno – dijo
– ¿Por qué?
– Porque tengo miedo a la noche.
– ¿Cómo es eso?
– No lo puedo evitar. Siento una tremenda pena cuando el sol desaparece. Y lloro. Por eso nunca podré ver un duende, ¡ni siquiera puedo ver las estrellas!
– Curioso…
– ¿Curioso? ¿Por qué?
– Porque tu gente nació bajo ellas.
– ¿Mi gente? ¿Qué sabes de mi gente?
– Muchas cosas. Pero ahora no vienen a cuento.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato. El viajero contempló el cielo y entornó los ojos, como tratando de divisar algo en la distancia. Luego habló:
– No deberías temer a la noche. Al fin y al cabo las estrellas son como pequeños soles en el oscuro firmamento. Y luego está la Luna… supongo que tampoco podrás verla.
– No…
– Eso sí que es para echarse a llorar. Hay tantas cosas en la noche que no puedes ver, tanta belleza… que sería para echarse a llorar no sólo durante la noche sino durante toda la vida.
– ¿De veras?
– Podría contarte muchas cosas sobre la noche, sobre la Luna y las estrellas, pero si no quieres verlas, las palabras no bastarán para describir tanta belleza. ¿Crees que merece la pena perderse todo eso porque el sol haya desaparecido?
– Supongo que no… pero temo cada noche que el sol no vuelva a salir al día siguiente, y eso me llena el alma de terror. No puedo evitarlo, ese pensamiento me llena de tristeza.
– Hay un antídoto para eso. Se llama esperanza.
 – ¿Esperanza?
– Sí. Esperanza de un nuevo día. Sí hay algo seguro en este mundo es que al día siguiente siempre sale el sol. Y si un día no saliera, todo ya daría igual. Ya no estaríamos aquí. Por eso no merece la pena malgastar el tiempo que nos han dado.
– Supongo que tienes razón. Pero… me da tanto miedo que no haya un mañana, que nunca más vuelva a jugar bajo la luz del sol..
– Te da tanto miedo que nunca haya un mañana, que nunca disfrutarás del presente. No comprendes, pequeña, que si no vives intensamente el presente, ¿De qué sirve que haya un mañana? ¿Qué sentido tiene la vida de esta manera? Disfrutas de la belleza del día, bajo el sol radiante, pero debes aprender a disfrutar de la belleza de la noche, porque sin noche, no existiría el día. Debe existir uno para que el otro exista. Y te aseguro, pequeña, que nunca verás cuanta belleza se esconde tras tus lágrimas hasta que dejes fuera toda esa pena que invade tu alma, y conserves un poquito de esa esperanza en algún lugar de tu corazón.
Ileanor se quedó sumida en sus pensamientos, meditando las palabras del extraño viajero, cuando de pronto, notó que la luz menguaba. Aker se puso en pie, y pronunció solemnemente:
– Ha llegado el momento, Ileanor, contempla ahora la noche en el día.
La niña miró a su alrededor y comprobó que, efectivamente, todo empezaba a oscurecerse. El sol estaba siendo engullido por una sombra y la noche estaba cayendo a pocas horas del amanecer.
– ¿Qué… está pasando?
– No temas Ileanor, sólo durará unos minutos. Solo ahora podrás contemplar un espectáculo grandioso, la noche en el día. La Luna ocultará al sol para dejarte ver las estrellas durante unos momentos, juzga tu misma si es algo digno de verse cada noche o por el contrario te lo vas a seguir perdiendo.
Y así ocurrió el milagro, y la oscuridad reinó durante unos minutos en los cuales Ileanor pudo contemplar por fin las estrellas, y cuando todo terminó, unas lágrimas brotaron de sus ojos, cosa que nunca antes había sucedido durante el día, y eran unas lágrimas de alegría. Por fin contempló la belleza de las estrellas, y a partir de ese momento, nunca más volvió a llorar por la noche, nunca más tuvo temor de que no llegase un mañana, porque había aprendido a tener esperanza, a vivir el presente intensamente y a disfrutar de la belleza de todo momento, porque todo momento tiene su belleza.
Y cada vez que Ileanor recordaba el día en que la noche cayó, no dejaba de preguntarse qué había sido de aquel extraño ser que había llegado a su vida y cuyas palabras la reconfortaron tanto. Había desaparecido mientras ella contemplaba las estrellas y nunca había dejado de preguntarse si quizá algún día volvería a verlo.
Quizá algún día…

4 comentarios sobre “La maldición de la pequeña Ileanor

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