Mi nombre es Iacobus

Relato «biográfico» escrito para Iacobus, uno de los huéspedes más queridos de la Posada de El Poney Pisador. Tanto si lo conocéis como si no, espero que os guste:
Mi nombre es Iacobus, o al menos así era llamado en otro tiempo, en la paz de Valinor. Era discípulo de Yavanna y gracias a ella me convertí en Maestro de Hierbas, un título ganado con esfuerzo y tesón, por aprender a usar todo tipo de hierbas que se podía encontrar en la Tierra Media, a dónde solía bajar para instruirme. Fue así, en una de estas incursiones, donde fui atrapado por la Sombra de Melkor, y llevado a Utumno, donde con malas artes mi espíritu quedó torturado y atrapado en el cuerpo de un gran lobo, y a partir de ese día, esclavizado y obligado a un sinfín de barbaridades, barbaridades que aún revivo en pesadillas.
Más el trabajo de Melkor en mí no fue completo; confundido, no reconocía como míos a mis congéneres, y un halo de rebeldía me envolvía, y en mis ojos se notaba más que en ninguna otra parte, e incluso mis hermanos licántropos, y también los orcos, me rehuían en combate, y procuraban tenerme alejado, pues en el furor de la batalla, parecía servir más a intereses del enemigo de Melkor que a él mismo. Así un buen día aproveché mi soledad tras una batalla, para correr y huir lo más lejos posible, con la esperanza de no ser encontrado. Huí y huí y atravesé la Tierra Media, hasta llegar hasta las extremas costas del este, donde ningún elfo o humano o criatura de mi antiguo Señor había puesto el pie. Allí medité y conocí la paz durante innumerables edades.. hasta que fui encontrado.
Cometí el error de pensar que había sido olvidado, pero el rastro de un licántropo es difícil de cubrir, y fui hallado, y me enfrente en mi batalla final, a un hijo de Carcharoth, enviado para someterme, o… matarme. Mi destino parecía estar sellado, él era mucho más fuerte y poderoso, y cuando sus fauces encontraron mi cuello, la Luz de Aman me trajo el recuerdo de mi vida pasada y comprendí de pronto mi engañada y torturada vida, pero ya era tarde y no podía vencer al abrazo mortal. Lo último que recuerdo aquel día, fue el sonido de un cuerno, un resplandor y… la oscuridad.
Al despertar, me encontré al cuidado de un grupo de gente de lo más dispar. Uno de ellos, de extraño aspecto, me contó una extraña historia, la Leyenda del Garou de Gaia, donde el protagonista era un lobo salido de las entrañas de la tierra, que apareció en el fragor de la Batalla de los Poderes, y poseído de una rabia nunca vista, consiguió acercarse lo suficiente a Melkor y morderle un tobillo, huyendo después, pero distrayéndo al Enemigo lo suficiente para poder ser reducido por los Valar. Melkor juró venganza eterna a ese lobo y los Valar se apiadaron de él, así que encargaron al propio Oromë su Búsqueda. Pero con la Fractura del Mundo, y la retirada de los Valar de la Tierra Media, Oromë tuvo que partir, y encomendó su misión a su discípulo Tilion, el Timonel de la Luna.
Así pasaron los años y la Luna surcaba incansable el cielo de Arda, en busca del lobo perdido. Y una noche encontró un rastro inconfundible, y memorizó el lugar, porque otros hechos lo tuvieron ocupado en otra parte, en Bree, donde años más tarde fundó un grupo de valientes llamado la Compañía del Poney. Y un día, aquella Compañía continuó la Búsqueda del Lobo, y siguiendo el rastro indicado por Tilion, descubrieron con horror que no era el Garou de Gaia que buscaban, sino un vástago de Carcharoth, y lo persiguieron, llegando en el momento preciso para salvar al verdadero Garou, que no era otro sino yo, Iacobus.
Tras escuchar esta historia, lo recordé todo y aullé con dolor a la Luna, pero fui llevado por mis nuevos compañeros a la aldea de Bree, a la Posada de Mantecona, donde conseguí hacerme un hueco entre aquellas gentes. Allí encontré por fin la verdadera paz interior, más cada noche, subo a la colina de Bree, y aún sigo aullando a la Luna, pero ésta vez, mis lágrimas no son amargas.

Misterio en la posada

Nob
Muchos de los que seguís este blog ya lo conocéis, es un relato que escribí hace muchas primaveras para El Poney Pisador, pero lo dejo aquí, para deleite de quienes no lo han leído todavía, disfrutadlo.

 

Un nuevo día comenzaba en Bree. El sol se levantaba suavemente sobre el horizonte, y en los tejados de las casas de la ciudad resplandecían con gran fulgor las gotas de rocío, causando con ello la sensación de que por la noche, el cielo estrellado había caído sobre Bree.
 
Algunos gallos empezaron a cantar a medida que la franja de luz descendía desde los tejados hasta el suelo. En algunas casas ya se empezaban a oír los ruidos mañaneros de siempre, pero en la Posada de El Poney Pisador, sonó un grito nada cotidiano, que alertó sobremanera a las casas circundantes.
 
Mantecona ya llevaba media hora levantado, realizando su aseo diario, cuando oyó el grito. Dejó sus quehaceres y salió corriendo al pasillo, se dirigió hacia el Salón Común, de donde creía haber oído el chillido. En su turbación, no vio a Nob, que venía de allí y se produjo el inevitable choque en medio del pasillo. Algunos huéspedes se asomaron sobresaltados al pasillo, y vieron con regocijo un revoltijo de piernas y brazos en medio de él. Tras ponerse en pie y mirar de soslayo a Nob, mientras se atusaba la ropa, Mantecona le preguntó:
 
– Muy bien, Nob, ¿qué jaleo es éste? ¿qué ha sido ese grito?
Nob respiró atropelladamente, y tomando aire, contestó:
– ¡Señor! ¡Hay un cadáver en el Salón Común!
 
Todos miraron a Nob desconcertados, y luego sus ojos se dirigieron a Mantecona, que avanzó hacia el Salón, haciendo a un lado a Nob. Cuando el orondo propietario de la Posada llegó al Salón, vio horrorizado que el hobbit no mentía, sobre una de las sillas, yacía, con el cuerpo caído sobre la mesa, un cuerpo, sujetando todavía una humeante pipa, con una daga clavada en la espalda.
 
Salió inmediatamente  y ordenó a Nob cerrar el Salón e impedir el acceso a él. Seguidamente se dirigió prestamente a una habitación situada en el piso más alto. Al final de la escalera, sólo existía un cuarto, al final de un largo pasillo. Allí, tras una puerta grande y pesada de madera noble, profusamente tallada, se hospedaba, o más bien habitaba, el Señor Akerbeltz. Sobre Akerbeltz muchas cosas se han hablado, pero no son más que habladurías que se han dicho y que son ciertas. De eso, ya seguiremos hablando en otro momento. Lo importante ahora es que el Maia cornamentado yacía acostado sobre su camastro, y parecía esperar la inminente llegada del posadero, y preguntó cuando éste abrió la puerta:
 
– Buenos días, amigo Cebadilla, parece que hay tumulto ahí abajo…sin duda algo grave ocurre, ya que venís en mi busca…
– En efecto, señor… debéis acudir presto al Salón Común, un hecho espantoso ha ocurrido durante la noche, me temo que una sombra se hospeda con nosotros. 
– ¿De qué se trata, Cebadilla? ¿Alguien acabó con tus reservas de cerveza?
– Eh… no, señor, es mucho peor… ¡Alguien ha sido asesinado en la Posada! ¿comprende la importancia de todo esto? ¡La Posada será clausurada! ¡Corra, venga!
 
Una vez en el Salón Común, Nob permanecía junto a la puerta impidiendo el paso, mientras Mantecona observaba cómo Akerbeltz se acercaba despacio al cadáver, que yacía sobre la mesa, con una mano agarrada a una pluma y la otra a una corta pipa de fresno. Sobre su espalda, en una posición un tanto forzada, sobresalía una hermosa daga clavada justo sobre el omoplato izquierdo. 
 
– ¡Anda! Por fin aparece la daga que todo el mundo andaba buscando ayer por la tarde… – exclamó Mantecona al examinarla más de cerca – Mandaré detener a su propietario, no hay duda de que la encontró y mató a este huésped.
– ¿Esta daga? ¿desaparecida? ¿qué historia es esa?
– Verá, mi señor…Vos conocéis los torneos de lanzamiento de dagas que aquí se hacen, que no son del todo de mi aprobación, si vos me entendéis, pues a veces temo por la integridad de los clientes, y la puntería después de varias cervezas tiende a escasear entre la concurrencia, pero es tal la cantidad de apuestas que se hacen, que es difícil prohibir estos juegos, así que para evitar problemas puse una serie de paneles para que pudiesen jugar en la parte del fondo, a fin de evitar riesgos innecesarios… 
– Lo sé, pero… ¿qué ocurrió con esta daga que yace hundida sobre este desconocido viajero?
– Verá, señor… ayer por la tarde se organizó un torneo, y todo parecía transcurrir a las mil maravillas, cuando de pronto se armó un alboroto y cuando me acerqué a ver, discutían sobre la desaparición de una daga. Según parece, el participante lanzó su turno y la daga desapareció, ahora lo veo claro todo, encontró el medio de hacer creer delante de todo el mundo que su daga había sido robada… Según la descripción que me dio, no puede ser otra que la que ahora luce sobre la espalda del muerto.
– Mmm, curioso, y… ¿puedo saber cómo se llamaba este viajero?
– Sólo sé que se llama Ward, y que procede de Rhovanion, parecía un comerciante camino del Oeste. 
– ¿Y quién fue el último que lo vio con vida? – preguntó el cornamentado.
– Cerré la puerta de la posada pocos minutos después de la medianoche, como siempre, y tan sólo quedaron dentro del Salón Común unos pocos huéspedes. Cuando me fui a la cama dejé a Nob al cargo de la barra. ¡Nob! ¡cierra la puerta y acércate!.
 
Nob echo el pestillo a la puerta y se acercó religiosamente a Mantecona y a Akerbeltz, que lo miraba pensativo.
 
– Dime, Nob… – inquirió el Maia. – ¿qué ocurrió cuando Cebadilla te dejó al cargo de esto? 
– Verá, mi señor, cuando mi jefe aquí presente marchó a su habitación, en el Salón Común sólo quedaban dos personas. El muerto, que estaba sentado junto a la chimenea, y otro huésped, de rostro cetrino, sentado justo enfrente de donde está el muerto. Les pregunté si querían alguna cosa más, ya que en breve me iba a ir a dormir; el de rostro cetrino me contestó si tenía algún juego de mesa, y el que aquí yace me contestó que le sirviera una última pinta y… – Nob tragó saliva y mirando al cadáver, añadió – … y a decir verdad, parece que fue su última pinta.
– Estás seguro de que no había nadie más en el Salón, ¿verdad?
– Muy seguro, señor, siempre miro por todo el Salón Común, para recoger jarras vacías, o bien para asegurarme que la chimenea esté al mínimo, para evitar males mayores.
– ¿Y qué ocurrió luego?
– Serví la pinta y le di al otro un juego de mesa traído de más allá de las Tierras de Rhûn, llamado ajedrez. Estuvieron jugando un rato y cuando terminaron me marché a dormir. El hombre de rostro cetrino me imitó.
– Bien, muchas gracias Nob. – contestó Akerbeltz – Nada más.
– Señor Akerbeltz, cuando usted me diga mandaré a Nob en busca de la Guardia para que vengan a apresar al dueño de la daga, se hospeda en la habitación número 23.
 
Sin hacer caso a Mantecona, el Maia se acercó a la diana que había al fondo, y la examinó de cerca. Luego miró los paneles y observó el Salón Común en silencio. Al poco, se acercó de nuevo al muerto y extrajo la daga con sumo cuidado, la sopesó y la envolvió cuidadosamente en un pañuelo.
 
– Acércame esa silla alta, Cebadilla. Y colócala encima de la mesa, cerca del cuerpo.
 
El posadero realizó la tarea y sujetó la silla, mientras Akerbeltz se subía a la mesa y luego a la silla, con la daga aún envuelta en el pañuelo. Desde abajo, Cebadilla no veía muy bien lo que hacía el Maia, le pareció que miraba el techo con profundo interés. Al poco, el Maia bajó al suelo de un salto. Y se acercó a Mantecona sonriente. 
 
– Bueno, creo que debería dejar dormir un poco más al cliente de la número 23.
– ¿Lo dice de veras? ¿Por qué?
– Porque él no mató a nadie. A no ser que las dagas tengan vida propia. Te contaré lo que ocurrió. Durante el torneo de dagas, uno de los participantes lanzó la suya, con tan mala fortuna que dio en el borde metálico de la diana, aún se puede ver la muesca si se fija con atención. La daga salió disparada por encima de los paneles, clavándose en una viga del techo. Por supuesto, nadie que estuviese dentro de los paneles, pudo ver dónde cayó la daga, nadie miró hacia el techo. El dueño pensó que se la habían robado y se formó el tumulto. Más tarde, de noche, el desgraciado que tenemos aquí, fue a sentarse justo bajo la daga clavada en la viga. Se quedó dormido encima de sus papeles, para no volver a despertar, puesto que el peso de la daga hizo que se desprendiera, horas más tarde, cayendo verticalmente de punta, como corresponde a una buena daga equilibrada para ser lanzada, clavándose en medio de la espalda del dormido y causándole la muerte casi instantánea.
– ¡Válgame el cielo! De ahora en adelante no dejaré entrar más dagas en la Posada, y diré a Nob que mire también el techo… ¡y yo pensando que teníamos a un asesino entre nosotros!
– No tan deprisa… dije que el huésped de la número 23 no había sido el asesino, a menos que las dagas tengan vida propia y puedan dirigirse a voluntad, pero quien sí tenía vida propia, y vio dónde había ido a parar la daga era el hombre de rostro cetrino, él advirtió que la daga caería en cualquier momento, y espero pacientemente, invitando al viajante a jugar una partida de ajedrez a altas horas de la noche, bajo una guillotina…
 

El Cabrón y la Luna

Hoy, con motivo de la super luna, rescato, para la memoria de algunos, que ya lo conocían, y presento, para los nuevos, este poema que escribí para El Poney Pisador hace ya 8 años. Hay que ver cómo pasa el tiempo.

¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
¡Cómo iluminaste mi sendero!
pues nunca mi barca la Luna
desvió su paradero.
Hasta que un día cruzó
una fría noche de Enero
las hermosas Tierras de Bree.
Aquella noche dichosa
un aroma subió hasta mí
de una cerveza espumosa
y tan oscuro su color era
que dejando atrás la Luna ociosa
tuve que bajar a beber.
Así pues, desvié mi destino
y abandoné mi deber.
¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
perdona mi acontecer
por entrar al Poney Pisador.

La Dama Piadosa



Originalmente publicado en junio del año 2006 en el Foro de los Cuentos Hobbits de El Poney Pisador, me ha parecido oportuno rescatarlo del olvido, para quitar, dicho sea de paso, el polvo a este blog. Ahí va:


«Hallábase el caballero reflexivo, ofuscado en sus pensares, 
abatido por la eterna agonía del ser compungido, 
y masticando mentalmente el error cometido, 
entre doliente melancolía. 
El tormento de su menoscabo, ensombrecía su alma, 
y su mirada torva, se volvía esquiva frente a los parroquianos, que 
disimuladamente, lo observaban. 
De pronto, el desvencijado portón abrióse, 
y con él, un inesperado rayo de luz se abrió camino 
por entre las ensortijadas nubes de su mente. 
Bajo el resquicio, la inconfundible silueta de ella 
recortaba caprichosamente los haces de luna 
que resbalaban regaladamente por cada una de sus formas, 
arrancando preciosos brillos a la manera de diamantes entallados. 
El caballero púsose en pie tan sólo para caer arrodillado, 
con profunda reverencia, frente a la dama, mudo gesto, 
que ella comprendió, y el brillo de sus ojos, delator, 
atestiguaba su perdón. 
La dama adelantó su mano, cálida y tersa, 
y mesando su pelo hirsuto, se inclinó sobre él, 
y le besó la frente.
Cuando el condonado caballero, 
aliviada su alma levantó el rostro, 
de sus anegados ojos surgió un incombustible brillo. 

Y por fin el rayo de luz encontró su destino.»