La maldición de la pequeña Ileanor

Érase una vez una hermosa niña llamada Ileanor. Era una niña aparentemente normal, que jugaba con sus amigas al salir del colegio, corría por el campo persiguiendo duendes… bueno, si es que esto se puede considerar algo normal. Al fin y al cabo, era una niña que gustaba de leer muchos libros y su imaginación era desbordante. Hasta aquí todo era más o menos corriente en una niña de siete años, pero…
Cuando llegaba la noche, Ileanor sufría un mal que la atormentaba a ella y a su familia desde la hora en que nació. Cuando los últimos rayos de sol se ocultaban en el horizonte, la pequeña Ileanor comenzaba a llorar y a llorar y nada ni nadie podía pararla, salvo las primeras luces del alba asomando por la ventana. Cuando esto ocurría, Ileanor dejaba de llorar y volvía a ser la niña feliz que correteaba por todas partes.
Esto, como podéis suponer, causaba a sus padres un gran trastorno, ya que debían estar atentos toda la noche para que a la pequeña no le faltase agua para beber, pues de lo contrario, podría arrugarse hasta quedar como una uva pasa. Además, por culpa de los llantos a horas tan intempestivas, hubieron de mudarse a una casa a las afueras del pueblo, con el fin de no molestar a sus vecinos.
Las gentes del lugar comentaban este hecho y resolvían que la pequeña estaba hechizada de algún modo u otro, ya que aquellos parajes eran un sumidero de leyendas e historias fantásticas y quien menos, no dudaba en portar encima uno o dos amuletos contra esto o aquello. Tal era el ambiente supersticioso que rodeaba a la niña. Pero sus padres, contrarios a estas creencias, negaban achacar este mal a ese tipo de supercherías o algún mal de ojo. Confiaban en la labor de los médicos, a pesar de haber llamado a la mitad de los que habitaban la región, con la esperanza de que pudiesen averiguar, y solucionar, el grave problema que afectaba a la niña. Sin embargo, sus padres estaban agotando ya sus escasos recursos en busca de ayuda médica y veían con desolación que no iban a poder hacer frente a los gastos derivados de ella, por lo que la esperanza se les iba difuminando de su rostro día a día, o mejor dicho, noche a noche…
Pero aunque ellos no lo sabían, estaban a punto de tener la fortuna de su parte, ya que entre los médicos de la región se había corrido la voz sobre la extraña enfermedad de Ileanor, que ninguno de ellos había sido capaz de diagnosticar o curar, y esta voz, como si de un pájaro de largas plumas se tratase, había llegado a oídos de un médico muy famoso en la Ciudad. Este médico, era especialmente meticuloso en su trabajo, y aunque sus honorarios eran muy, muy altos, la sola idea de descubrir una enfermedad que nadie conocía ni era capaz de curar hasta ese momento le atraía más que a nada en el mundo. Así que cogió sus bártulos, unos cuantos ayudantes, y tomó rumbo a la aldea de Ileanor.
La llegada del médico causó una gran conmoción y un gran alboroto en el pueblo, ya que el extraño caso de Ileanor había llegado a oídos curiosos de todas partes y algunas multitudes se habían desplazado hasta el lugar para ser testigos de primera mano de lo que allí iba a suceder. Así pues, a la comitiva de ayudantes que acompañaban al famoso médico, había que sumar una larga ristra de personajes de todo tipo, cotillas, curiosos, sabihondos, charlatanes y demás, que despertaban la curiosidad de los aldeanos.
El doctor fue recibido en casa de Ileanor con gran cordialidad, con la esperanza de que por fin él fuese la solución a sus problemas. Se instaló en la habitación de invitados y empezó a desplegar su arsenal médico mientras la familia de Ileanor a duras penas podía contener la marabunta de gente que se agolpaba a la puerta de la casa.
El doctor examinó a la niña durante horas, realizó todo tipo de pruebas, experimentos y análisis, y llegó por fin a la conclusión de que la niña era completamente normal.
Pero llegó la noche, y los ojos de Ileanor comenzaron a derramar un torrente de lágrimas que no había forma de parar. El doctor contemplaba a la niña ensimismado en sus pensamientos, tratando de averiguar el origen de aquel misterio. Siguió realizando pruebas durante toda la noche, hasta que al amanecer, cuando la pequeña Ileanor dejó de llorar nada más salir el sol, el doctor se sentó, extenuado, sobre una silla, y cuando parecía que él también arrancaría a llorar, se levantó precipitadamente, recogió sus instrumentos y salió airadamente de la casa, rumbo a la ciudad.
Nunca más volvió a saberse algo sobre él en aquella aldea.
Así las cosas, la vida continuó como de costumbre en la aldea, la gente había terminado por marcharse en busca de otras cosas más interesantes, y la paz, había vuelto al lugar, quebrada tan sólo, por aquel lúgubre llanto de madrugada.
En una de aquellas noches, apareció caminando por el sendero que llegaba al pueblo, una figura recortada por la luz de la luna, una extraña figura que nadie percibió, ya que a esas horas las calles se encontraban desiertas. Tan sólo los gatos fueron testigos de la llegada de ese misterioso personaje, que parecía dirigir sus pasos hacia un fin concreto.
Al pasar por delante de la casa de Ileanor, cualquier viajero nocturno que pasase por allí no podía dejar de escuchar los sollozos de la niña, aunque no era muy probable que alguien atravesase el poblado durante la noche. Aquel personaje no fue la excepción, y al pasar por delante de su ventana, se quedó allí inmóvil durante unos minutos, escuchando. Pasado un rato, aquella figura tomó un desvío en el camino que conducía a un establo abandonado, y allí se acomodó para pasar la noche.
Al amanecer, cuando Ileanor abrió la ventana de su habitación para que entrase la luz del nuevo día, vio con sorpresa que nuestro misterioso viajero estaba sentado delante de su casa, fumando en una larga pipa de madera.
La niña lo contempló curiosa, divertida; sus ojos todavía estaban húmedos tras la noche pasada pero en ellos ya empezaba a surgir ese brillo que la caracterizaba y la convertía en la niña feliz bajo la luz del sol. Apoyó los codos sobre la repisa de la ventana y miró fijamente al extraño ser, que cubría su rostro con una capucha, cosida a un manto de color verde oscuro que le colgaría hasta los pies, de haber estado de pie. Precisamente fueron éstos los que llamaron la atención de la niña, pues no eran pies, eran pezuñas.
El viajero alzó la mirada al notar que los ojos de Ileanor le escudriñaban desde la ventana. Al hacer esto, la capucha descubrió parte de su rostro, dejando que asomara parte de un hocico de pelaje gris plateado, al final del cual colgaba un mechón de pelo de su barbilla. Sus penetrantes ojos verdes contemplaron a Ileanor y una sonrisa se dibujo en su extraño hocico.
– ¡Hola! –dijo Ileanor.
– Buenos días, pequeña. –contestó él.
– ¿Cómo te llamas?
– He tenido muchos nombres. Pero puedes llamarme Aker. ¿Y tú?
– Yo me llamo Ileanor. ¿Eres un duende? –preguntó súbitamente.
– No… jajaja. ¿Qué te hace pensar eso, pequeña? ¿Acaso has visto alguna vez un duende?
– Pues no, pero…
– Entonces no lo has visto todo. ¿Te gustaría ver un duende?
– ¡Claro!
– Pues es bien sencillo, sólo hay que salir de noche y esperar bien escondido, porque de noche es cuando los duendes salen de sus escondites.
Ileanor enmudeció y su rostro se ensombreció.
– Yo… nunca podré ver uno – dijo
– ¿Por qué?
– Porque tengo miedo a la noche.
– ¿Cómo es eso?
– No lo puedo evitar. Siento una tremenda pena cuando el sol desaparece. Y lloro. Por eso nunca podré ver un duende, ¡ni siquiera puedo ver las estrellas!
– Curioso…
– ¿Curioso? ¿Por qué?
– Porque tu gente nació bajo ellas.
– ¿Mi gente? ¿Qué sabes de mi gente?
– Muchas cosas. Pero ahora no vienen a cuento.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato. El viajero contempló el cielo y entornó los ojos, como tratando de divisar algo en la distancia. Luego habló:
– No deberías temer a la noche. Al fin y al cabo las estrellas son como pequeños soles en el oscuro firmamento. Y luego está la Luna… supongo que tampoco podrás verla.
– No…
– Eso sí que es para echarse a llorar. Hay tantas cosas en la noche que no puedes ver, tanta belleza… que sería para echarse a llorar no sólo durante la noche sino durante toda la vida.
– ¿De veras?
– Podría contarte muchas cosas sobre la noche, sobre la Luna y las estrellas, pero si no quieres verlas, las palabras no bastarán para describir tanta belleza. ¿Crees que merece la pena perderse todo eso porque el sol haya desaparecido?
– Supongo que no… pero temo cada noche que el sol no vuelva a salir al día siguiente, y eso me llena el alma de terror. No puedo evitarlo, ese pensamiento me llena de tristeza.
– Hay un antídoto para eso. Se llama esperanza.
 – ¿Esperanza?
– Sí. Esperanza de un nuevo día. Sí hay algo seguro en este mundo es que al día siguiente siempre sale el sol. Y si un día no saliera, todo ya daría igual. Ya no estaríamos aquí. Por eso no merece la pena malgastar el tiempo que nos han dado.
– Supongo que tienes razón. Pero… me da tanto miedo que no haya un mañana, que nunca más vuelva a jugar bajo la luz del sol..
– Te da tanto miedo que nunca haya un mañana, que nunca disfrutarás del presente. No comprendes, pequeña, que si no vives intensamente el presente, ¿De qué sirve que haya un mañana? ¿Qué sentido tiene la vida de esta manera? Disfrutas de la belleza del día, bajo el sol radiante, pero debes aprender a disfrutar de la belleza de la noche, porque sin noche, no existiría el día. Debe existir uno para que el otro exista. Y te aseguro, pequeña, que nunca verás cuanta belleza se esconde tras tus lágrimas hasta que dejes fuera toda esa pena que invade tu alma, y conserves un poquito de esa esperanza en algún lugar de tu corazón.
Ileanor se quedó sumida en sus pensamientos, meditando las palabras del extraño viajero, cuando de pronto, notó que la luz menguaba. Aker se puso en pie, y pronunció solemnemente:
– Ha llegado el momento, Ileanor, contempla ahora la noche en el día.
La niña miró a su alrededor y comprobó que, efectivamente, todo empezaba a oscurecerse. El sol estaba siendo engullido por una sombra y la noche estaba cayendo a pocas horas del amanecer.
– ¿Qué… está pasando?
– No temas Ileanor, sólo durará unos minutos. Solo ahora podrás contemplar un espectáculo grandioso, la noche en el día. La Luna ocultará al sol para dejarte ver las estrellas durante unos momentos, juzga tu misma si es algo digno de verse cada noche o por el contrario te lo vas a seguir perdiendo.
Y así ocurrió el milagro, y la oscuridad reinó durante unos minutos en los cuales Ileanor pudo contemplar por fin las estrellas, y cuando todo terminó, unas lágrimas brotaron de sus ojos, cosa que nunca antes había sucedido durante el día, y eran unas lágrimas de alegría. Por fin contempló la belleza de las estrellas, y a partir de ese momento, nunca más volvió a llorar por la noche, nunca más tuvo temor de que no llegase un mañana, porque había aprendido a tener esperanza, a vivir el presente intensamente y a disfrutar de la belleza de todo momento, porque todo momento tiene su belleza.
Y cada vez que Ileanor recordaba el día en que la noche cayó, no dejaba de preguntarse qué había sido de aquel extraño ser que había llegado a su vida y cuyas palabras la reconfortaron tanto. Había desaparecido mientras ella contemplaba las estrellas y nunca había dejado de preguntarse si quizá algún día volvería a verlo.
Quizá algún día…

Puedo hacer todo eso

Puedo tocar mis canciones sin parar hasta que salga el sol del nuevo día. Puedo entrar por una misteriosa puerta secreta que me lleve hasta el didgeridoo y más allá. Puedo acabar yo sólo con una epidemia de tifus sin despeinarme las greñas. Puedo capturar koalas, canguros y zarigüeyas y tener por furgoneta el arca de Noé. Puedo lanzar una llamarada sobre el escenario que haría palidecer el maquillaje negro de Gene Simmons. 
Puedo hacer todo eso y no pasa nada.
Pero si tú no estás ahí, nena, si tu no estás conmigo en esos momentos… ¿de qué me sirve tocar mis canciones para nadie si las he compuesto para ti? ¿De qué me sirve traspasar fronteras infinitas, en busca de un mágico objeto, si la única magia que deseo está en tus ojos? ¿De qué me sirve curar a la gente si yo caigo enfermo cuando tú no estás a mi lado? ¿De qué me sirve construir un arca si tú no vas a estar en ella? Y para terminar, ¿cómo podré escupir fuego si el fuego que llevo dentro se enciende porque tú estás a mi lado, nena?
Puedo hacer todo eso contigo, y entonces si que pasa algo, pasa TODO. 

Ahora ya es tarde

Hay veces en que las apariencias engañan… Tus sentidos cayeron presos en la tela de araña. Engañan porque quisiste ser engañada, deseaste ser engañada, para que tu mundo no se desmoronase, creer que lo que veías era cierto, que tenías razón y que los demás se equivocaban.
Te dejaste llevar por la corriente del engaño, era mejor la autocomplacencia que caer en desgracia frente a la mirada de los demás, el temor al qué dirán, mostrar tu fragilidad al mundo, sentirte inferior por no haber sabido actuar.
Te dejaste engañar por tus miedos, por el miedo a ser culpable, a creer que todo hubiera sido diferente si hubieses hecho lo correcto. A creer que todo lo que ocurrió hubiese sido diferente si…
Pero no.
Ahora que veo tu última mirada perdida, sobre un charco de sangre, pienso que es una mirada ensayada, año tras año, una mirada al vacío para no ver el problema, una mirada al infinito para no ver al monstruo que tuviste delante…
… yo te tendí una mano, pero mirabas al infinito. Ahora ya es tarde.

Ratones en la luna

Ratón lunar
Cuando el hombre empezó a colonizar la luna, se dio cuenta de que ya existían habitantes. Se trataba de ratones, y ninguno de entre los científicos de esa época, podía dar una explicación certera. Era evidente que los ratones procedían de las primeras misiones tripuladas a la luna, pero no había manera de explicar cómo podían haber sobrevivido a las rigurosas condiciones ambientales del satélite de la Tierra. En un primer momento se especuló con que la cantidad de oxigeno en el subsuelo podría haber sido suficiente para estos resistentes roedores, y ratones polizones podrían haber desembarcado de alguna manera y colonizado a expensas del Hombre, ese cuerpo estelar. Esa fue la teoría mas aplaudida hasta el año 2071, fecha en la que se pisó Marte por primera vez, y se descubrieron ratones viviendo en él.
 
Ahora, a finales del siglo XXI, la principal pregunta de la comunidad científica ya no es si existe vida extraterrestre, la principal pregunta es de cómo serán los ratones de Júpiter; o los de Saturno, y el resto de planetas exteriores del sistema solar. De hecho, hoy en día, cualquiera puede conseguir un ratón extraterrestre a buen precio, incluso los selenitas están de oferta, pero se tiene conocimiento de que algunos millonarios pagan cantidades astronómicas (nunca mejor dicho) por ratones procedentes de los planetas exteriores.
 
Quizá se pregunten cómo se distingue un ratón selenita de uno marciano. Pues bien, los ratones de la luna poseen unas orejas bastante grandes, y un rabo largo y fino, cubierto de finos pelos, y sus patas acaban en largos dedos de uñas grandes y afiladas. De este modo consiguen salvar grandes distancias dando saltitos y agarrándose a las rocas. Son de movimientos lentos y gráciles. En cambio, los ratones de Marte, son más peludos y tienen la cabeza más grande que el cuerpo, además, poseen potentes patas traseras. Tienen el tamaño de un conejo, y su color rojizo apenas los hace visibles sobre la superficie del planeta rojo. En esto difieren bastante de los ratones selenitas, que son blancos y apenas poseen pelo, más bien parecen pequeños chihuahuas depilados y escalfados. Pero nadie, por el momento, ha visto un ratón joviano. Es más, incluso en algunos países, se llegan a hacer apuestas sobre su aspecto, mientras unos opinan que debe tener un tamaño considerable, como un elefante, otros piensan que será microscópico.
 
Se han organizado misiones no tripuladas, al margen de las oficiales, para tratar de localizar a uno de estos animalillos, sin éxito por el momento. Lo curioso del caso, es que nadie da importancia a los logros científicos, como avances en ingeniería aero-espacial, o pisar nuevas regiones desconocidas, pero una cosa es segura: en el momento en que se descubra una nueva especie de ratón extraterrestre, eso será noticia de primera plana, os lo aseguro. 

El Silencio

Silence

Siguiendo con material de popomundo, aquí va una entrada que escribí para una de las semanas del I concurso bloguero:

De normal soy bastante callado, me gusta observar, escuchar a la gente, asentir interiormente cuando expresan algo con lo que estoy bastante de acuerdo. Me gusta pensar en lo que voy a decir, como si las palabras fueran un bien escaso, un recurso agotable que no podemos derrochar. 
Más bien es al contrario, las palabras fluyen y fluyen de boca de la gente, como un torrente desbocado, palabras atropelladas, conversaciones vanas que rellenan espacios vacíos en determinados momentos del día. O por fortuna, raras veces las palabras se concatenan de manera armoniosa para dar forma a hermosas frases o conversaciones plenas de sentido y profundidad. Pero ciertamente, momentos así son, por escasos, momentos mágicos de recuerdo imborrable. Aquellas frases lapidarias que siempre recordaremos forman parte de este universo conversacional. 
Aparte de todo esto amo el silencio. El silencio… ¡qué bien tan preciado, y qué tiempos estos en los que escucharlo sea tarea imposible! Es por ello que procuro no romperlo sin una buena excusa, y una buena excusa son unas cuantas cervezas. ¡Ah… que grandes momentos en los que saboreo el malteado aroma de una buena cerveza en grata compañía! ¡Qué grandes momentos en que la lengua se suelta y las palabras surgen como resortes, inundando el lugar de cosas que deberían guardarse en un cofre bajo siete llaves! 
En momentos así, más valiera estarme callado… 

El origen de Halloween

Fuente: Minipixel

Os presento otro relato de la serie Popomundo, para un especial de Halloween:

Esta es una historia ficticia, cualquier parecido con algún personaje de Popomundo es pura coincidencia.
Es la historia de un personaje llamado Hallybert O’ween, natural de Glasgow, y que tuvo la dudosa fortuna de ser el hombre más feo del mundo. 
Hallybert, más conocido como Hall, nació, como ya hemos dicho, a una edad muy temprana, en Glasgow. Era tan feo que al nacer el médico pensó que venía de culo. Le dijo a su madre que habían hecho todo lo posible para que no saliera. De hecho, su madre no sabía si quedarse con él o con la placenta, y en vez de darle pecho, le daba la espalda. Por eso cuando había que amamantarlo, le daba la leche con una pistola de agua, a 3 metros de distancia. De todos modos, el sentimiento de culpa fue tan grande por parte de la madre, que se entregó a la policía por haberlo parido. 
A pesar de todo, Hal siempre fue un niño muy adelantado: a los tres meses aprendió a caminar, porque nadie quería cogerlo en brazos. El caso es que el niño curiosamente creció fuerte y sano, tal vez por causa de los cacahuetes que a menudo le tiraban cuando lo paseaban en su cochecito. Con 10 añitos, el niño no es que fuera feo, es que los ojos sangraban al verle, había que atarle un trozo de carne al cuello para que el perro quisiese jugar con él. Cuando salía corriendo a la calle, la gente llamaba a los bomberos porque pensaban que salía corriendo de un incendio, con la cara quemada. Aún así, Hal era muy educado: cuando la gente lo miraba, él les daba las gracias.
Con la mayoría de edad, Hal pensó seriamente en encontrar un trabajo. Pero en el zoológico no quisieron contratarle, es más, tuvo que salir huyendo para no ser encerrado. Como policía no tuvo mucho éxito, los ladrones ya notaban su presencia al ver huir a la gente. Estuvo un tiempo trabajando como bombero, pero tampoco tuvo mucha suerte: la gente apagaba sus propios incendios con tal de que no fuera él.
Su nivel de pobreza era alarmante. Vivía del único momento del año en el que Hal era algo feliz, que era durante la fiesta de difuntos. Durante ese día iba de casa en casa con un saco dispuesto a llenar de caramelos… no hace falta decir que no sólo le daban caramelos, sino bicicletas, coches, y todo tipo de objetos con tal de hacerlo desaparecer del umbral… Así lograba vender las cosas en tiendas de segunda mano y subsistir otro año más. 
Pero fue durante uno de esos días de difuntos cuando Hal encontró la fortuna y el sentido de su vida. Iba de vuelta a casa y al pasar por una tienda le ocurrió algo increíble: el dueño le ofreció la posibilidad de donar su cara a la ciencia. A la ciencia de la juguetería. Con ayuda de trabajadores ciegos, consiguió que le hicieran un molde de su cara, y con ese molde se empezaron a comercializar unas máscaras que se pusieron de moda por todo el mundo y llegaron a ser el objeto más preciado por sus habitantes, ya que cada noche de difuntos usarla les volvía muy felices. 
Hal se convirtió en millonario gracias a los derechos de imagen que le proporcionaron fantásticas cantidades de dinero. Pero eso no pudo evitar que le sobreviniese la muerte una fría noche de difuntos. Algunos dicen que murió con una sonrisa en la cara, pero no son más que leyendas, nadie pudo haberle mirado directamente y vivir para contarlo. Fue enterrado cubierto de mortadela, para que los gusanos pudieran comérselo.
Y desde entonces, en homenaje a este pobre hombre, ese objeto tan preciado por todo el mundo fue al principio conocido como la Máscara de Hal O’ween y luego derivando en el nombre que todos conocemos…

Visité la Tierra de los Muertos

Muerte

He aquí uno de los relatos de la serie que escribí para el juego Popomundo, en el cual estuve durante algún tiempo enganchado y que relata de forma dramática la manera en conseguir uno de los logros del juego:

Allí estaba yo, sentado frente a un vaso de agua, en mi apartamento de terror, en el cual había disuelto concienzudamente unos extraños polvos que había conseguido de un doctor no menos extraño, de peculiar reputación. No es mi intención achacar nada en absoluto a este… doctor, pues fabricó la poción, a orden mía, y siguiendo meticulosamente una receta que conseguí de manera harto misteriosa, sin duda, pero esa es otra historia.
Y allí estaba yo… removiendo mecánicamente la mezcla rojiza, cuando un frío intenso recorrió mi cuerpo de punta a punta, produciéndome un escalofrío tan intenso, que creí percibir un whooof en la habitación contigua. Me levanté, y me dirigí parsimoniosamente hacia ella, con la insensatez que caracteriza el miedo, y así la manilla de la puerta entre mis fríos dedos, abriéndola lentamente. La luz se derramaba arrogante por el cuarto oscuro conforme abría la puerta, desvelando secretos que la ausencia de ella escondía.
Respiré aliviado al comprobar que nadie se escondía en la penumbra, pero quise asegurarme proporcionando más luz a mi habitación, donde tantas horas había pasado componiendo canciones para olvidar. Pulsé el interruptor de la luz… pero no se encendió. Sonreí nerviosamente. «No ocurre nada, – pensé – la bombilla se habrá aflojado…».
Caminé decidido hasta el centro de la estancia, y me situé bajo la lámpara. Alcé la mano temblorosamente hasta que mis dedos rozaron la suave y cristalina curvatura de la bombilla. La tome entre ellos y empecé a darle vueltas… y más vueltas, y la bombilla seguía enroscándose cada vez más y más… De manera insistente, y con una pizca de locura, seguí enroscándola inútilmente, mientras sentía cómo la bombilla me desafiaba desde la oscuridad. Era imposible, un juego sin fin, pero proseguí desesperado, mientras gotas de sudor colmaban ya mi frente, cuando de pronto… un destello inimaginable golpeó mis retinas con la fuerza de mil soles, inundando la habitación de un fulgor blanco inmaculado. Quise cerrar mis párpados pero descubrí que eran transparentes, me tapé los ojos con las manos pero descubrí que la luz no entraba por ellos, sino que parecía estar dentro de mi cerebro…
Caí al suelo de rodillas, agotado, con los ojos envueltos en lágrimas y entonces fue cuando distinguí unas hermosas y etéreas formas aladas, en la omnisciente claridad, que danzaban en torno a la bombilla, y descendían en círculo hasta rodearme. Pude distinguir unos bellos rostros que me miraban y sonreían, gentilmente. Entonces pude oír un cántico celestial, y una melodía como de ramas mecidas por el viento envolvía mis oídos, y me agrietaba el alma, filtrándose por cada una de sus rendijas, cual torrente de luz y sonido.
De pronto las fútiles formas se desvanecieron como volutas de humo, ante la aparición de un rostro que eclipsaba la luz. Era un rostro familiar, e indagué en lo más recóndito de mis recuerdos, hasta llegar al momento de mi nacimiento. Entonces la reconocí, aquel afable rostro que me sonreía, era el de mi madre.
 
«Erik..»
 
Su dulce llamada retumbó en mis oídos.
 
– Erik, tómate esto. Te sentará bien…
 
Abrí mis labios y un cálido brebaje que sólo la experiencia de una madre puede preparar llenó mi boca, se deslizó por mi garganta y apagó el infierno de mi estómago. Cerré los ojos y volví a abrirlos. Miré a mi madre y deslicé mi vista sobre el caldo salvador, luego más allá, alcancé a ver, en la otra habitación, una mesa. Mi mesa. Y a los pies de ella, podía ver un vaso roto en mil pedazos, analogía de mi alma, testigo silencioso y culpable de mi… viaje.
 
– Mamá… ¿qu… qué ha ocurrido?
– Nada, hijo. Visitaste otra tierra. Pero ya estás a salvo. Lo lograste…
 

El Cabrón y la Luna

Hoy, con motivo de la super luna, rescato, para la memoria de algunos, que ya lo conocían, y presento, para los nuevos, este poema que escribí para El Poney Pisador hace ya 8 años. Hay que ver cómo pasa el tiempo.

¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
¡Cómo iluminaste mi sendero!
pues nunca mi barca la Luna
desvió su paradero.
Hasta que un día cruzó
una fría noche de Enero
las hermosas Tierras de Bree.
Aquella noche dichosa
un aroma subió hasta mí
de una cerveza espumosa
y tan oscuro su color era
que dejando atrás la Luna ociosa
tuve que bajar a beber.
Así pues, desvié mi destino
y abandoné mi deber.
¡Oh! ¡Bella luz de Valinor!
perdona mi acontecer
por entrar al Poney Pisador.

La Dama Piadosa



Originalmente publicado en junio del año 2006 en el Foro de los Cuentos Hobbits de El Poney Pisador, me ha parecido oportuno rescatarlo del olvido, para quitar, dicho sea de paso, el polvo a este blog. Ahí va:


«Hallábase el caballero reflexivo, ofuscado en sus pensares, 
abatido por la eterna agonía del ser compungido, 
y masticando mentalmente el error cometido, 
entre doliente melancolía. 
El tormento de su menoscabo, ensombrecía su alma, 
y su mirada torva, se volvía esquiva frente a los parroquianos, que 
disimuladamente, lo observaban. 
De pronto, el desvencijado portón abrióse, 
y con él, un inesperado rayo de luz se abrió camino 
por entre las ensortijadas nubes de su mente. 
Bajo el resquicio, la inconfundible silueta de ella 
recortaba caprichosamente los haces de luna 
que resbalaban regaladamente por cada una de sus formas, 
arrancando preciosos brillos a la manera de diamantes entallados. 
El caballero púsose en pie tan sólo para caer arrodillado, 
con profunda reverencia, frente a la dama, mudo gesto, 
que ella comprendió, y el brillo de sus ojos, delator, 
atestiguaba su perdón. 
La dama adelantó su mano, cálida y tersa, 
y mesando su pelo hirsuto, se inclinó sobre él, 
y le besó la frente.
Cuando el condonado caballero, 
aliviada su alma levantó el rostro, 
de sus anegados ojos surgió un incombustible brillo. 

Y por fin el rayo de luz encontró su destino.»

Erase una vez una cosa

Hay días en los que uno no tiene valor para enfrentarse a una página en blanco. Hoy he descubierto una solución: escribir en una hoja en negro 😉 Lo malo es que a uno le salen lindezas como ésta: 

«Erase una vez una cosa que tenía pelos en los ojos, orejas llenas de puntiagudos dientes y un culo con tres agujeros. Realmente era un bicho asqueroso, no por su aspecto, que algunos incluso podrían encontrar atractivo, sino por su forma de ser, que era algo que muchos no podrían soportar. Imaginad por ejemplo a alguien que cada mañana, al levantarse, se peinase los ojos y dejase el lavabo lleno de pelos, o terminase un rollo entero de papel higiénico cada vez que iba a… ¿no creéis que terminaríais odiándolo al cabo de pocos días? Pues así era mi compañero de piso. Bueno, al menos se cepillaba las orejas tres veces al día.»

En fin, si os gustó me alegro, si no, cuidado dónde ponéis anuncios para buscar compis de piso…